A todos nos dolió, pero ninguno de nosotros se atrevió a decir algo. Todos decidimos compartir el silencio, lo único que nos quedaba intacto, olvidamos como hablar solo recordábamos como callar, incluso el respirar lo hacíamos porque no podíamos decidir no hacerlo, pero aún así muchos aguantaron su respiración y el murmullo del aire en nuestros oídos era el único sonido audible.
De repente alguien muy valiente se atrevió a derramar una lágrima silenciosa que algún buen observador logró ver, pero que luego fue secada rápidamente con las manos ágiles del propietario del rostro.
Un alma inquieta dejó escapar un suspiro seguido de un sollozo y un gemido que en estas condiciones debería ser normal, pero fue tapada con un abrazo valiente del cuerpo más fuerte en la reunión.
Los brazos fuertemente apretados al rededor mío que evitaban que mi cuerpo flaqueara y cayera a un abismo de dolor perdieron sus fuerzas y dejaron de cumplir su gran misión, un dolor flotante, invisible e impalpable me consumió y un espiral de luz me arrastró lejos de ese salón, de esa despedida cruel impidiéndome decir hasta nunca o tal vez hasta luego.